A la abuela inglesa de Borges
—Esto que sucede no tiene nada de interesante…Soy una mujer muy vieja que está muriéndose muy despacio... Esto no puede interesar a nadie, ni preocupar a nadie —confesó la abuela a su habitación solitaria.
Sentada en aquella silla de ruedas que la posee no sabe ya desde cuándo, sucumbe ante la necesidad de aborrecerse. Nunca lo había pensado. Nunca. Pero en su silencio e inmovilidad, las arrugas de su rostro intentan mostrar una mueca de ira.
Casi ciega y sorda —presa de sí misma— no teme ya a nada que pueda doblegar el odio contra sí misma. Hoy que desea recordar todos los años de su vida, siente que ésta solo ha sido un sueño: Una pesadilla.
Alguien la deja en un corredor por donde todos pasan y a veces unos labios besan su frente o unas manos pasan por sus cabellos despeinados. Pero, nada más. Hoy más que nunca se siente un mueble y si se acordara de cómo hacerlo, lloraría.
Quizá se acuerda de cuando cocinaba para todos sus hijos. De cuando estos crecieron y un par de ellos se quedó a vivir con sus hijos, y ahora tuvo nietos y también los cuidó. Cuando se levantaba a las cinco de la madrugada, ponía a hervir agua y esperaba para ir a comprar pan y darle desayuno a su familia. De cómo discutía con su hija mayor por el cuidado del hijo de ésta. Y de cómo su hijo menor a pesar de que ya era un hombre con dos hijos, aún le seguía pidiendo dinero que provenía de la billetera de su hija que vive en el extranjero. Pero era su familia. Sí, su familia. Por ella lo soportó todo. Todo. Debía, no. Tenía que limpiar, lavar, cocinar y resistir el maltrato de él.
Nuevamente alguien, esta vez un poco más, le abre la boca para introducirle una cuchara con alguna masa blanda. Une lentamente sus labios e intenta activar su lengua. Ojalá sea veneno. Para su lengua, aquella masa no tiene sabor. Le cuesta trabajo pero logra tragarla. Recibe dos o tres cucharadas más. Sabe que ya es de noche porque la colocan estirada y envuelta como fardo sobre su cama. Ahora, entrelaza las pestañas que le quedan en el ojo izquierdo e intenta dormir.
Abres los ojos y pestañeas repentinamente. Casi los llegas a desorbitar. Respiras tan fuertemente que tus fosas aletean como nunca. Tu pecho se inflaba tanto que crees que podría estallar. Te sientas en la cama y oyes el quejido de esta. Aves, carros, viento y tu respiración. Miras tus manos que se dirigían a cubrir tu rostro. Son lisas y blancas. Rápidamente te desnudas. Te tocas toda. Te conoces de nuevo. Buscas con la mirada un espejo en aquella habitación. Abres el armario y encuentras uno de cuerpo entero. Admiras tu cuerpo. Se va formando en tu rostro una mueca, esta se diluye y termina en una gran sonrisa. Vuelves a rozar tus manos contra tu piel. Estrujas todo cuanto puedes. Giras y ríes, sientes que la vida se introduce en ti por cada poro de tu cuerpo desnudo. Caes feliz sobre la cama. Terminas por echarte completamente en ella y ríes sin cesar. Tus manos que tocaban las sábanas dobladas, vuelven a tu cuerpo. Lento, casi sin querer tocarte, tus dedos rozan tus ahora pezones erizados. Bajan y juguetean en tu ombligo. Descienden aún más y sientes la firmeza de tus muslos. Ahora ascienden y se topan con aquella selva exuberante. Dejas sola a tu mano derecha, y es el dedo índice el que se sumerge en aquél trópico. Ahí está. Has sentido como repentinamente un impacto eléctrico te ha golpeado. Todo tu cuerpo desnudo se eriza ante el llamado del goce absoluto. Ahí está: Esférica y poderosa. Ya tu dedo índice toma movimientos definidos. Unes tus muslos como para no dejarlo salir. Tu dedo sigue ahí, no se detiene. Tú no lo detienes. Tus respiraciones alternan sin parar. Te contraes y estiras. De pronto, exhalas gotas de sudor. Eres una masa que arde desnuda. Tu otra mano esparce tu sudor. La mano derecha te recorre súbitamente de ida y vuelta. ¡Estallas! Desciendes la mano izquierda, y juntas las dos, te poseen. Y gritas. Un grito que desborda vida. ¡Vida!
Se oye el crujir que produce un chorro de agua fría sobre una sartén caliente. Sientes como el agua desciende por tu cuerpo siempre desnudo. Te jabonas, como puliendo aquella escultura de mármol que es ahora tu cuerpo. Pasas tus manos por tu rostro y lo alzas para que aquel vivido líquido se mezcle con tu cuerpo también vivo.
Te secas rápidamente. Solo logras quitar el excedente de agua en tus cabellos. No te importa. Caminas desnuda buscando algo que ponerte. Hallas la ropa para tu cuerpo. Vuelves al espejo, que proyecta nuevamente tu sonrisa profunda. Tus ojos se deslumbran al saber que la ropa resalta tus salientes senos, tus carnosas nalgas. Sin saberlo bien, te deseas.
Sales a la calle y tomas el primer carro que se detiene en la esquina donde te encuentras. Recuerdas que tomaste el dinero que había en la mesa de la sala. Miras por la ventana del carro, a un grupo de jóvenes, estudiantes de cocina. Uno de ellos lanza al suelo una botella vacía y la aplasta saltando sobre ella. Un hombre se acerca a la puerta del carro y le grita algunos números al cobrador. Olvidas aquella secuencia numérica.
Llegas a un parque en el malecón y te detienes para mirar el mar. Permaneces varios minutos en aquel trance. Las olas se deshacen en la orilla rociando la arena de vida. La arena húmeda te recuerda a ti. Oyes acaso la brisa contra las hojas. Alguien se acerca. Son unos pasos ligeros. Amables, eso crees. Volteas y te topas con su rostro joven y agradable. Inicia la conversación y te sientes capturada a continuarla. Ríen. Te atrae. Tú a él. Parece que las bromas y los temas se acaban. Sin recordarlo bien, ya estas caminando a su lado, dejando atrás el malecón. Le preguntas hacia dónde van. Te mira extrañado. A mi casa. A ver alguna película. Le gusta Chaplin. Y quizá a ti también. Te hallas en su habitación sin mubles. Solo la cama, el televisor y un pequeño equipo de sonido. Te pide perdón por la estrechez del lugar. Ríe y dice que así es más acogedor. Te sientas en la cama. Él abre y cierra cajas de DVD. Miras el techo opaco. Se te acerca y se sienta junto a ti. Dice algunas palabras que no llegas a entender. Cuando vuelves en ti, escuchas: No puedo creer que una mujer tan hermosa como tú esté sola. No logras entender lo último. ¿Qué es estar acompañada?
Parece dudar, y de pronto, se abalanza sobre ti. Te recuestas sobre la cama y él sobre ti. Te besa lento, acaso con amor. Comienza a despojarte de tu blusa e introduce una de sus manos en tu sostén. Logra sacar ambos senos y lleva su boca a ellos. Te mantienes agitada pero impávida. Desciende su mano como lo hiciste en la mañana y logras sentir aquella descarga nuevamente. Exhalas algunos gemidos. Cuando vuelves a abrir los ojos te hallas desnuda. Sientes su piel caliente sobre la tuya. Te abre las piernas y se aproxima lento. Gritas. Gritas y gimoteas. ¿Eres virgen? Ajustas tus ojos por el dolor. Te contraes mientras que él no se detiene. Cada vez es más fuerte. Más feroz. Parpadeas y te parece que aquél rostro amable se desfigura. Con cada movimiento, al penetrarte, parece cambiar. Te logras limpiar las lágrimas que te enceguecían y lo ves. Es ÉL. Ha vuelto. Te mira y sonríe como sabiéndose descubierto. Ahora lo hace con más fuerza. Tú gritas pero a ÉL no le importas. Te toma pura y te desgarra. Acaso sangras. Te hace girar y te toma con mayor dolor. Sientes que envejeces. Que puedes lograr oler su aliento a cerveza. Su pestilencia por el sudor. ÉL brama mientras continúas llorando silenciosamente. Aguantando el dolor. Mantienes tus ojos bien cerrados. Recuerdas muy bien aquellas escenas y en qué terminan. Te sientes más vieja. Más usada. Tu cuerpo ahora es el de una desvencijada madre de uno, dos, tres, cuatro, cinco hijos. ÉL, mofletudo, apestoso y borracho, aún sigue sobre ti como antes y como siempre. Babea sobre ti. Te sujeta con todo el salvajismo que puede y termina. Te quedas en la cama, sucia, vieja, madre de cinco hijos, contraes los ojos e intentas dormir.
El grito de todos en el aula la despertó. Los niños corrían hacia el patio. ¡Recreo! Se levantó. Permaneció pegada al muro, y desde el umbral de la puerta, veía como saltaban y chillaban los niños menores a ella. Recién brotaba a la pubertad. Tuvo la rara necesidad de salir corriendo. Así lo hizo. Corrió. Corrió. Corrió. Por todas partes. Por entre los niños. Esquivando algunos. Chocando con otros. Corrió por todo el patio sin cansarse, sin detenerse. Mientras sentía el roce del viento contra su rostro, una clara sonrisa se pincelaba en él. Y corrió más. Y fue feliz.
Llegó hasta un lado de la pared y respiró agitada. Sudaba. El día se proyectaba sin nubes. Azul. Oyó un silbido. Giró y lo vio. Su mejor amigo, eso creyó, la llamaba desde debajo de la escalera. En aquel vacío que siempre hay. Si él no hubiera asomado su cabeza ella jamás lo hubiera visto. Se aproximó a él sonriendo. La tomó de la mano y ella se agacho para esconderse. Conversó algo que no recuerda. Estaban arrodillados frente a frente. Una brisa se adentró en aquel escondite y recordó la felicidad que sintió al correr. Él la abrazó afectuosamente. Se sintió protegida. La aproximó para sí y acariciando brevemente su mejilla le dio un beso. Un mágico primer beso. Sus púberes labios se humedecían con los otros. Estuvo nerviosa pero se sintió aún más feliz. Abrió los ojos para verlo y era ÉL. Su malicioso rostro adolescente disfrutaba una vez más de aquella escena. Donde ella era la más débil: la presa. La tomó con rudeza con sus ásperas manos y la besó a la fuerza. Ella lanzaba pequeños gemidos que se ahogaron cuando ÉL introdujo su amarga lengua dentro de la boca de ella. Le dobló la mano para que no lo empujara. Recordó los golpes, las patadas, los insultos y todas las escenas que le hacia cada vez que llegaba ebrio. No podía defenderse, no sabía defenderse. ÉL se cansó y la empujó para atrás, haciéndola caer. Se fue mientras ella se cubría el rostro que envejecía con cada lágrima. Con el inexorable dolor. Allí, recostada en el suelo, cerró los ojos e intentó dormir.
Alguien me llevaba de la mano. Quizá mi madre que por ese entonces aún vivía conmigo. Regresaba del nido. Saltando y cantando. Nos detuvimos un momento en la esquina, pues quien me llevaba se detuvo a conversar con una señora. Él saltaba como si mi presencia lo alegrara. Daba pequeños chillidos mientras sonreía. Me sonrojé y solo permanecí quieta. Me sujeté de una pierna. Terminaron de conversar y aquella señora lo mandó a regalarme algo. Un caramelo. Él se acercó, esta vez tímido, y extendió su pequeña mano para entregarme lo que su abuela le había dado. Estiré mi mano y logré coger el dulce. Le ordenaron despedirse de mí con un beso y él se aproximó lentamente mientras yo agachaba el rostro y me sonrojaba aún más. Cuando sus pequeños sabios se alejaron de mi mejilla, alcé la mirada y pude verlo. Era ÉL. Siempre ÉL. El maldito tomó la mano de la señora y comenzó a caminar. Yo permanecí azorada y, mientras me jalaban del brazo para avanzar, giré nuevamente para verlo. Era ÉL, no había duda. Comencé a llorar —sin detenerme— hasta llegar a mi cuarto. Ya en mi cama, sollozaba desconsolada. Sola. En mi mente, mis recuerdos eran como infinitas fichas de rompecabezas lanzadas al cielo. Todo se licuaba y reordenaba para volverse a desordenar. No sé cuanto tiempo lloré, pero siento un agotamiento absoluto que me cierra los ojos y me llama a dormir serenamente.
En Monsieur Wylie y ocho cuentos en busca de autor (Antología). 1° Edición. Huancayo: Bisagra-Editores, 2010.