LAS HOJAS CAEN SIEMPRE EN OTOÑO (Finalista del II Concurso Nacional de Cuento “PREMIO FELIZH-2010”)

A la abuela inglesa de Borges

—Esto que sucede no tiene nada de interesante…Soy una mujer muy vieja que está muriéndose muy despacio... Esto no puede interesar a nadie, ni preocupar a nadie —confesó la abuela a su habitación solitaria.

Despertó, como hace tres años, pestañando levemente su ojo izquierdo. Alguien se acuerda de ella y le introduce un sorbete entre sus rugosos labios para que trate de sorber el líquido que ojalá sea veneno.

Sentada en aquella silla de ruedas que la posee no sabe ya desde cuándo, sucumbe ante la necesidad de aborrecerse. Nunca lo había pensado. Nunca. Pero en su silencio e inmovilidad, las arrugas de su rostro intentan mostrar una mueca de ira.

Casi ciega y sorda —presa de sí misma— no teme ya a nada que pueda doblegar el odio contra sí misma. Hoy que desea recordar todos los años de su vida, siente que ésta solo ha sido un sueño: Una pesadilla.

Alguien la deja en un corredor por donde todos pasan y a veces unos labios besan su frente o unas manos pasan por sus cabellos despeinados. Pero, nada más. Hoy más que nunca se siente un mueble y si se acordara de cómo hacerlo, lloraría.

Quizá se acuerda de cuando cocinaba para todos sus hijos. De cuando estos crecieron y un par de ellos se quedó a vivir con sus hijos, y ahora tuvo nietos y también los cuidó. Cuando se levantaba a las cinco de la madrugada, ponía a hervir agua y esperaba para ir a comprar pan y darle desayuno a su familia. De cómo discutía con su hija mayor por el cuidado del hijo de ésta. Y de cómo su hijo menor a pesar de que ya era un hombre con dos hijos, aún le seguía pidiendo dinero que provenía de la billetera de su hija que vive en el extranjero. Pero era su familia. Sí, su familia. Por ella lo soportó todo. Todo. Debía, no. Tenía que limpiar, lavar, cocinar y resistir el maltrato de él.

Nuevamente alguien, esta vez un poco más, le abre la boca para introducirle una cuchara con alguna masa blanda. Une lentamente sus labios e intenta activar su lengua. Ojalá sea veneno. Para su lengua, aquella masa no tiene sabor. Le cuesta trabajo pero logra tragarla. Recibe dos o tres cucharadas más. Sabe que ya es de noche porque la colocan estirada y envuelta como fardo sobre su cama. Ahora, entrelaza las pestañas que le quedan en el ojo izquierdo e intenta dormir.

Abres los ojos y pestañeas repentinamente. Casi los llegas a desorbitar. Respiras tan fuertemente que tus fosas aletean como nunca. Tu pecho se inflaba tanto que crees que podría estallar. Te sientas en la cama y oyes el quejido de esta. Aves, carros, viento y tu respiración. Miras tus manos que se dirigían a cubrir tu rostro. Son lisas y blancas. Rápidamente te desnudas. Te tocas toda. Te conoces de nuevo. Buscas con la mirada un espejo en aquella habitación. Abres el armario y encuentras uno de cuerpo entero. Admiras tu cuerpo. Se va formando en tu rostro una mueca, esta se diluye y termina en una gran sonrisa. Vuelves a rozar tus manos contra tu piel. Estrujas todo cuanto puedes. Giras y ríes, sientes que la vida se introduce en ti por cada poro de tu cuerpo desnudo. Caes feliz sobre la cama. Terminas por echarte completamente en ella y ríes sin cesar. Tus manos que tocaban las sábanas dobladas, vuelven a tu cuerpo. Lento, casi sin querer tocarte, tus dedos rozan tus ahora pezones erizados. Bajan y juguetean en tu ombligo. Descienden aún más y sientes la firmeza de tus muslos. Ahora ascienden y se topan con aquella selva exuberante. Dejas sola a tu mano derecha, y es el dedo índice el que se sumerge en aquél trópico. Ahí está. Has sentido como repentinamente un impacto eléctrico te ha golpeado. Todo tu cuerpo desnudo se eriza ante el llamado del goce absoluto. Ahí está: Esférica y poderosa. Ya tu dedo índice toma movimientos definidos. Unes tus muslos como para no dejarlo salir. Tu dedo sigue ahí, no se detiene. Tú no lo detienes. Tus respiraciones alternan sin parar. Te contraes y estiras. De pronto, exhalas gotas de sudor. Eres una masa que arde desnuda. Tu otra mano esparce tu sudor. La mano derecha te recorre súbitamente de ida y vuelta. ¡Estallas! Desciendes la mano izquierda, y juntas las dos, te poseen. Y gritas. Un grito que desborda vida. ¡Vida!

Se oye el crujir que produce un chorro de agua fría sobre una sartén caliente. Sientes como el agua desciende por tu cuerpo siempre desnudo. Te jabonas, como puliendo aquella escultura de mármol que es ahora tu cuerpo. Pasas tus manos por tu rostro y lo alzas para que aquel vivido líquido se mezcle con tu cuerpo también vivo.

Te secas rápidamente. Solo logras quitar el excedente de agua en tus cabellos. No te importa. Caminas desnuda buscando algo que ponerte. Hallas la ropa para tu cuerpo. Vuelves al espejo, que proyecta nuevamente tu sonrisa profunda. Tus ojos se deslumbran al saber que la ropa resalta tus salientes senos, tus carnosas nalgas. Sin saberlo bien, te deseas.

Sales a la calle y tomas el primer carro que se detiene en la esquina donde te encuentras. Recuerdas que tomaste el dinero que había en la mesa de la sala. Miras por la ventana del carro, a un grupo de jóvenes, estudiantes de cocina. Uno de ellos lanza al suelo una botella vacía y la aplasta saltando sobre ella. Un hombre se acerca a la puerta del carro y le grita algunos números al cobrador. Olvidas aquella secuencia numérica.

Llegas a un parque en el malecón y te detienes para mirar el mar. Permaneces varios minutos en aquel trance. Las olas se deshacen en la orilla rociando la arena de vida. La arena húmeda te recuerda a ti. Oyes acaso la brisa contra las hojas. Alguien se acerca. Son unos pasos ligeros. Amables, eso crees. Volteas y te topas con su rostro joven y agradable. Inicia la conversación y te sientes capturada a continuarla. Ríen. Te atrae. Tú a él. Parece que las bromas y los temas se acaban. Sin recordarlo bien, ya estas caminando a su lado, dejando atrás el malecón. Le preguntas hacia dónde van. Te mira extrañado. A mi casa. A ver alguna película. Le gusta Chaplin. Y quizá a ti también. Te hallas en su habitación sin mubles. Solo la cama, el televisor y un pequeño equipo de sonido. Te pide perdón por la estrechez del lugar. Ríe y dice que así es más acogedor. Te sientas en la cama. Él abre y cierra cajas de DVD. Miras el techo opaco. Se te acerca y se sienta junto a ti. Dice algunas palabras que no llegas a entender. Cuando vuelves en ti, escuchas: No puedo creer que una mujer tan hermosa como tú esté sola. No logras entender lo último. ¿Qué es estar acompañada?

Parece dudar, y de pronto, se abalanza sobre ti. Te recuestas sobre la cama y él sobre ti. Te besa lento, acaso con amor. Comienza a despojarte de tu blusa e introduce una de sus manos en tu sostén. Logra sacar ambos senos y lleva su boca a ellos. Te mantienes agitada pero impávida. Desciende su mano como lo hiciste en la mañana y logras sentir aquella descarga nuevamente. Exhalas algunos gemidos. Cuando vuelves a abrir los ojos te hallas desnuda. Sientes su piel caliente sobre la tuya. Te abre las piernas y se aproxima lento. Gritas. Gritas y gimoteas. ¿Eres virgen? Ajustas tus ojos por el dolor. Te contraes mientras que él no se detiene. Cada vez es más fuerte. Más feroz. Parpadeas y te parece que aquél rostro amable se desfigura. Con cada movimiento, al penetrarte, parece cambiar. Te logras limpiar las lágrimas que te enceguecían y lo ves. Es ÉL. Ha vuelto. Te mira y sonríe como sabiéndose descubierto. Ahora lo hace con más fuerza. Tú gritas pero a ÉL no le importas. Te toma pura y te desgarra. Acaso sangras. Te hace girar y te toma con mayor dolor. Sientes que envejeces. Que puedes lograr oler su aliento a cerveza. Su pestilencia por el sudor. ÉL brama mientras continúas llorando silenciosamente. Aguantando el dolor. Mantienes tus ojos bien cerrados. Recuerdas muy bien aquellas escenas y en qué terminan. Te sientes más vieja. Más usada. Tu cuerpo ahora es el de una desvencijada madre de uno, dos, tres, cuatro, cinco hijos. ÉL, mofletudo, apestoso y borracho, aún sigue sobre ti como antes y como siempre. Babea sobre ti. Te sujeta con todo el salvajismo que puede y termina. Te quedas en la cama, sucia, vieja, madre de cinco hijos, contraes los ojos e intentas dormir.

El grito de todos en el aula la despertó. Los niños corrían hacia el patio. ¡Recreo! Se levantó. Permaneció pegada al muro, y desde el umbral de la puerta, veía como saltaban y chillaban los niños menores a ella. Recién brotaba a la pubertad. Tuvo la rara necesidad de salir corriendo. Así lo hizo. Corrió. Corrió. Corrió. Por todas partes. Por entre los niños. Esquivando algunos. Chocando con otros. Corrió por todo el patio sin cansarse, sin detenerse. Mientras sentía el roce del viento contra su rostro, una clara sonrisa se pincelaba en él. Y corrió más. Y fue feliz.

Llegó hasta un lado de la pared y respiró agitada. Sudaba. El día se proyectaba sin nubes. Azul. Oyó un silbido. Giró y lo vio. Su mejor amigo, eso creyó, la llamaba desde debajo de la escalera. En aquel vacío que siempre hay. Si él no hubiera asomado su cabeza ella jamás lo hubiera visto. Se aproximó a él sonriendo. La tomó de la mano y ella se agacho para esconderse. Conversó algo que no recuerda. Estaban arrodillados frente a frente. Una brisa se adentró en aquel escondite y recordó la felicidad que sintió al correr. Él la abrazó afectuosamente. Se sintió protegida. La aproximó para sí y acariciando brevemente su mejilla le dio un beso. Un mágico primer beso. Sus púberes labios se humedecían con los otros. Estuvo nerviosa pero se sintió aún más feliz. Abrió los ojos para verlo y era ÉL. Su malicioso rostro adolescente disfrutaba una vez más de aquella escena. Donde ella era la más débil: la presa. La tomó con rudeza con sus ásperas manos y la besó a la fuerza. Ella lanzaba pequeños gemidos que se ahogaron cuando ÉL introdujo su amarga lengua dentro de la boca de ella. Le dobló la mano para que no lo empujara. Recordó los golpes, las patadas, los insultos y todas las escenas que le hacia cada vez que llegaba ebrio. No podía defenderse, no sabía defenderse. ÉL se cansó y la empujó para atrás, haciéndola caer. Se fue mientras ella se cubría el rostro que envejecía con cada lágrima. Con el inexorable dolor. Allí, recostada en el suelo, cerró los ojos e intentó dormir.

Alguien me llevaba de la mano. Quizá mi madre que por ese entonces aún vivía conmigo. Regresaba del nido. Saltando y cantando. Nos detuvimos un momento en la esquina, pues quien me llevaba se detuvo a conversar con una señora. Él saltaba como si mi presencia lo alegrara. Daba pequeños chillidos mientras sonreía. Me sonrojé y solo permanecí quieta. Me sujeté de una pierna. Terminaron de conversar y aquella señora lo mandó a regalarme algo. Un caramelo. Él se acercó, esta vez tímido, y extendió su pequeña mano para entregarme lo que su abuela le había dado. Estiré mi mano y logré coger el dulce. Le ordenaron despedirse de mí con un beso y él se aproximó lentamente mientras yo agachaba el rostro y me sonrojaba aún más. Cuando sus pequeños sabios se alejaron de mi mejilla, alcé la mirada y pude verlo. Era ÉL. Siempre ÉL. El maldito tomó la mano de la señora y comenzó a caminar. Yo permanecí azorada y, mientras me jalaban del brazo para avanzar, giré nuevamente para verlo. Era ÉL, no había duda. Comencé a llorar —sin detenerme— hasta llegar a mi cuarto. Ya en mi cama, sollozaba desconsolada. Sola. En mi mente, mis recuerdos eran como infinitas fichas de rompecabezas lanzadas al cielo. Todo se licuaba y reordenaba para volverse a desordenar. No sé cuanto tiempo lloré, pero siento un agotamiento absoluto que me cierra los ojos y me llama a dormir serenamente.

En Monsieur Wylie y ocho cuentos en busca de autor (Antología). 1° Edición. Huancayo: Bisagra-Editores, 2010.

EVOCANDO EL RUIDO Y LA FURIA

Los ochenta años de una novela paradigmática
por Luis Torres Vásquez

Extenuante sería el primer adjetivo que calificaría la lectura de El Ruido y la Furia. Y no por ello, dejaría de lado otro: Fascinante. Y es que, la novela que William Faulkner escribió hace ochenta años (publicada en el nuevo sello de Jonathan Cape y Harrison Smith, el 7 de octubre de 1929, tres semanas antes del crash de Wall Street.), es la manifestación de la madurez literaria de un escritor que hasta antes de 1929, había publicado libros menores y ya sin trascendencia. Sin embargo, no puedo dejar de mencionar que Sartoris (1929) –en palabras de William Van O´Connor– “sirvió para que Faulkner se encontrara a sí mismo como escritor (…). Mientras escribía Sartoris¸ Faulkner trabajaba también en The Sound y the Fury, publicándose las dos con pocos meses de diferencia. Sartoris marca el fin de un aprendizaje. The Sound y the Fury es ya la obra de un escritor formado”. Sartoris, no solo es la novela de aprendizaje para su propio autor, sino también un relato objetivo que traslada la propia genealogía de los Falkner (sin la “u”) a la leyenda de la familia Sartoris. Caracterizó al coronel Sartoris como su propio bisabuelo, William C. Falkner, soldado, político, constructor ferroviario y escritor. La reposición de la “u” a su apellido, Faulkner lo explica así: “Cuando comencé a escribir, aunque en esa época creía estar haciéndolo por pura diversión, tal vez tenía ambiciones y no quería aprovechar [sic] del renombre de mi abuelo, por eso acepté la ‘u’ de esa manera fácil de distinguirme”. Además, Sartoris, inicia la saga o ciclo de Yoknapatawpha (condado ficticio o mundo faulkneriano –inspirado en el condado de Lafayette, Mississippi– en el que ocurren muchas de las novelas del autor y cuya capital es Jefferson). En los meses de escritura de Sartoris –y también de El Ruido y la Furia– Faulkner afirmó que “escribir es algo altamente admirable; por su medio puedes hacer que los hombres se mantengan erguidos sobre sus piernas traseras y proyecten una larga sombra”.

Antes, en 1924, Faulkner publicó por su cuenta El fauno de mármol, un libro de poemas poco originales. Al año siguiente viajó a Europa, a Nueva Orleans, donde trabajó como periodista y entabló amistad con el escritor de cuentos estadounidense Sherwood Anderson. Amistad que le ayudaría a encontrar un editor para su primera novela: La paga de los soldados (1926). Ésta narra la historia de un soldado joven que vuelve a casa después de la Primera Guerra Mundial, inválido física y mentalmente, y cómo su enfermedad y muerte posterior afectan a su familia y a sus amigos. Van O´Connor afirma que es “una novela deliberadamente ‘elegante’ que trata sobre la ‘generación perdida”. En 1927, publica Mosquitos, novela ambientada en Nueva Orleans: “Es una novela satírica –explica Van O´Connor– aunque la sátira, en su mayor parte, es gruesa y pesada”.

Pero volviendo a 1929, año acaso decisivo para Faulkner, puesto que decide consagrarse de lleno a su carrera como escritor, se casa con Estelle Oldhan y publica una de sus mejores novelas: El Ruido y la Furia.

Lo que sorprende más del manuscrito de la novela, es que conserva, en su primera página, el título “Twilight” (Crepúsculo). “Como título exclusivo de la primera sección –explica Millgate–, ‘Twilight’ se referiría al semimundo del propio Benjy, suspendido en un estado intemporal, entre las tinieblas y la luz, la comprensión y la incomprensión, entre lo humano y lo animal. Como título del libro entero, la palabra inmediatamente sugiere la decadencia de la familia Compson”. El título definitivo de la obra se debe al soliloquio que el príncipe Macbeth, en la obra de Shakespeare, pronuncia cuando la muerte se aproxima: “La vida…es una historia que cuenta un idiota, una historia llena de ruido y de furia, que no significa nada”.

El Ruido y la Furia, en sus orígenes, “comenzó como un cuento corto –explicó Faulkner, en 1955, en el Seminario Nagano–, un cuento sin argumento, sobre unos niños que eran alejados del hogar durante el entierro de la abuela”. Más adelante agrega: “De ninguna manera se trató de un tour de force deliberado, el libro simplemente creció así”. Y de eso no cabe duda. El Ruido y la Furia fue escrita sin notas –si hubo alguna no sobrevivió– y ello es lo que más sorprende. Cómo las complejidades de la sección de Benjy fueron escritas sin ayuda. “Sin embargo –afirma Michael Millgate, en el prólogo de la edición de Obras completas hecha por Aguilar– la sección de Benjy parece haber evolucionado bajo presión creativa, es decir, sin ser planeada de antemano. Todas sus versiones sobre la creación de El Ruido y la Furia enfatizan que la novela fue creciendo a medida que la fue sometiendo a su imaginación”. Faulkner dio otro ejemplo de su genialidad con Mientras agonizo (1930), también escrita sin notas.

Pensar en El Ruido y la Furia como un simple estudio de la decadencia de una familia sureña norteamericana, sería inadecuado. Éste es un aspecto de las múltiples lecturas que se pueden hacer de la novela. Cada uno de sus personajes principales (Benjy, Quentin, Jason, Madre, Dilsey, Luster…) cierra un círculo que tiene en el centro a dos mujeres: Caddy y su hija. “También puede interpretarse como el fracaso del amor en el seno de una familia, con una ausencia destructora del respeto propio y del mutuo respeto”, anota Van O´Connor.

La novela se nos presenta en cuatro secciones o capítulos. Pero cada sección nació por añadidura –o si se quiere– por corrección de la anterior. Teniendo como base a aquellos niños que desde sus juegos infantiles veían incidentalmente la ceremonia fúnebre de la abuela, “me vino la idea de cuánto más podía extraer yo la idea de la ciega egolatría de la inocencia, tipificada por los niños, si uno de esos niños hubiera sido inocente, es decir, un idiota. Entonces nació el idiota y entonces comencé a interesarme en la relación entre el idiota y el mundo dentro del cual estaba y contra el que nunca podría enfrentarse y en la forma en que obtendría la ternura, la ayuda necesaria para protegerlo en su inocencia (…). Y así comenzó a nacer el personaje que es su hermana, luego el hermano quien, ese [sic] Jason (quien para mí representa el mal total. Creo que es el personaje más malvado que ha producido mi imaginación), entonces apareció. Luego es necesario el protagonista, alguien que cuente la historia, y apareció Quentin. Para eso yo ya me había dado cuenta de que no podía contar todo en un cuento corto. Conté las experiencias que tuvo el idiota ese día, y eso quedó incomprensible, ni yo pude darme cuenta de lo que estaba sucediendo, por lo cual tuve que escribir otro capítulo. Entonces decidí dejar que Quentin contara su versión de lo sucedido aquel mismo día, o en aquella misma ocasión, y así la contó. Luego fue necesario el contrapunto, que fue el otro hermano, Jason. En ese momento la confusión era total. Sabía que no estaba ni siquiera cerca del final y entonces tuve que escribir otra sección desde afuera, como un extraño, que era el autor, para contar lo sucedido. Y así es como creció el libro. Es decir, escribí la misma historia cuatro veces”. Para él ninguna versión estuvo bien, pero quedó tan agotado que no podía reiniciar de nuevo así que lo publicó tal cual.

Como arriba lo explica, la primera sección es narrada desde la voz de Benjy, el hijo idiota, o mejor dicho desde su mente. Faulkner utiliza el monólogo interior –deuda que contrae con Joyce– no solo para esta sección sino para las dos siguientes. Bautizado Maury, por el hermano de su madre, fue rebautizado con el nombre de Benjamin. Benjy sufre retraso mental y nos narra lo que le acontece el 7 de abril de 1928. Sin embargo, evoca lo vivido al lado de Caddy –su hermana y protectora cuando eran niños–, alternando el pasado con el presente: Ahora lo cuida el negro Luster, un joven de 14 años –cruel con él a veces– que no soporta tener que cargar con tamaño lastre (Benjy ya cuenta con 33 años) y que ese día está en busca de 25 centavos para la función del circo. Faulkner se refiere así de Benjy:

La única emoción que puedo sentir por Benjy es aflicción y compasión por toda la humanidad. No se puede sentir nada por Benjy porque él no siente nada. Lo único que puedo sentir por él personalmente es preocupación en cuanto a que sea creíble tal cual yo lo creé. Benjy fue un prólogo, como el sepulturero en los dramas isabelinos. Cumple su cometido y se va. Benjy es incapaz del bien y del mal porque no tiene conocimiento alguno del bien y del mal.
(…)
Benjy no era lo suficientemente racional ni siquiera para ser un egoísta. Era un animal. Reconocía la ternura y el amor, aunque no habría podido nombrarlos; y fue la amenaza a la ternura y al amor lo que lo llevó a gritar cuando sintió el cambio en Caddy. Ya no tenía a Caddy; siendo un idiota, ni siquiera estaba consciente de la ausencia de Caddy. Sólo sabía que algo andaba mal, lo cual creaba un vacío en el que sufría. Trató de llenar ese vacío. Lo único que tenía era una de las pantuflas desechadas de Caddy. La pantufla era la ternura y el amor de Benjy que éste podría haber nombrado, y sólo sabía que le faltaban. (…) La pantufla le daba consuelo aun cuando ya no recordaba la persona a la que había pertenecido, como tampoco podía recordar por qué sufría. Si Caddy hubiese reaparecido, Benjy probablemente no la habría reconocido.

Luster es el nieto de Dilsey, la cocinera negra que será la protectora de Benjy, Caddy y Quentin (la hija de Caddy). En la última sección veremos el esplendor de Disley como símbolo de fortaleza, al soportar uno y otro maltrato de Madre y de Jason. Aparecerá como un personaje completo y con una poderosa presencia positiva. “Dilsey es uno de mis personajes favoritos porque es valiente, generosa, dulce y honrada. Es mucho más valiente, honrada y generosa que yo”, dijo Faulkner.

La segunda sección nos remonta al 2 de junio de 1910. Quentin (hijo) alterna sus recuerdos de niñez, al lado de su amada hermana Caddy, su viaje por tren y su estancia en su habitación en Harvard. Su padre ha vendido el prado de Benjy (que fue convertido en un campo de golf) para que él pudiera ir a estudiar a Harvard y para pagar el matrimonio de Caddy. Quentin recuerda que el matrimonio se celebró hacía dos meses. Su tragedia es que así como su madre le falla en fuente de amor, su padre le falla como fuente de consejo. Quizá por ello Quentin se refugia en Caddy. Ella representa un amor acaso edípico. A tal extremo que Quentin cree haber cometido incesto. Recuerda el desliz del su hermana, que ya está embarazada de otro hombre al casarse, y busca protegerla aunque sabe que no podrá. Ella ya tiene un destino predestinado, uno trágico. Millgate nos explica que “la mente de Quentin permanece preocupada por el pasado. Es casi como si Faulkner estuviera jugando con la idea de que un hombre a punto de ahogarse ve toda su vida desfilar delante suyo, y nos damos cuenta de que este último día de la vida de Quentin es una especie de instante suspendido, inmediatamente anterior a la muerte”.

La idea de la ruptura del tiempo se ve expuesta no solo en lo caprichoso de la presentación de las secciones del libro, sino también, en una parte en la cual Quentin toma las manecillas de su reloj como símbolo de que estuviera deteniendo el tiempo cronológico para dar paso a su propio tiempo, el de su mente.

Regresamos al 6 de abril de 1928, es viernes, Jason nos irá destilando, a través de su monólogo interior, ese odio que tiene por los restantes de su familia: Madre, Ben[jy] y sobre todo Quentin. Llamada así, desde antes de saber su sexo, en honor a su tío. Quentin es hija de Caddy, abandonada a los meses de haberse casado. Dejó a su hija en la casa familiar para irse a buscar fortuna. Quentin tiene 17 años y es rebelde acaso como respuesta a la constante presión a la que es sometida por Jason, su tío. Él le guarda un profundo rencor. Ella es libertina y eso Jason no lo soporta. Trata de controlarla pero Madre y Dilsey siempre intervienen por ella. A Jason, el esposo de Caddy le ofreció un empleo en el banco, pero al descubrirse el engaño de Caddy, Jason se quedó sin su única oportunidad de dejar aquél pueblo, de dejar la carga que era su familia. Pues es él el vela por los que restan, incluidos los negros. Jason se nos muestra como un solterón amargado (por momentos evoca el nombre Lorraine, su amiga de Memphis) y lleno de odio. Frustrado en sus anhelos personales, tiene que supeditarse a ser dependiente de una ferretería para poder seguir dándole la vida a la que su madre estaba acostumbrada.

Gracias al Apéndice (Compson: 1699-1945) que Faulkner escribió para el libro The Portable Faulkner (1946) de Malcom Cowley, sabemos que Jason, luego de la muerte de su madre, envía al sanatorio mental Jackson a Benjy, vende la casa, se libera de los negros y se dedica a su negocio de compraventa de algodones. “Su desprecio por el pueblo es superado únicamente por el desprecio hacia su familia”, agrega Millgate.

La cuarta y última sección, se nos presenta con un narrador omnisciente. “Faulkner dijo que habiendo fracasado tres veces en su intento por relatar la historia –explica Millgate–, y buscando deshacerse del ‘sueño’, había utilizado la sección final para intentar reagrupar a toda la novela, volviendo a contar la historia central de forma más clara y directa”. Sin embargo, esta sección, que ocurre el 8 de abril de 1928, nos obliga a contemplar hechos no antes vistos. Vemos, por primera vez, descripciones físicas de Dilsey, Benjy, Jason, la Sra. Compson. Faulkner parece jugar con el lector. Como arriba dije, Dilsey toma una importancia preponderante en esta sección. Ella “soporta” las demandas que le hace la familia Compson. Además, es recién aquí, cuando vemos descrita la casa Compson como símbolo de decadencia: “Ben volvió a sollozar de nuevo, y por un momento todos miraron la casa cuadrada, despintada y con su pórtico podrido”.

Este último capítulo alterna la visita de los negros a la iglesia, es Domingo de Resurrección, y la búsqueda infructuosa que hace Jason de su sobrina Quentin, quien ha huido con un saltimbanqui del circo, llevándose consigo unos 3 mil dólares (aunque en realidad eran 7 mil. Cuatro mil fueron de los envíos que Caddy hacía para su hija y que Jason se guardaba como compensación por tenerla bajo su techo). Jason regresa golpeado a Jefferson solo para ver a Luster manejar mal su carreta, llevando a Benjy hacia el cementerio. Jason salta a la carreta, da un golpe a Luster y lo amenaza de muerte si vuelve a manejar así. No lo hace por pretender cuidar la salud de Benjy, si no por el qué dirán.

Aunque no nos cuenta lo sucedido desde una sección propia, vemos a Caddy desde los ojos de sus tres hermanos. Acaso eso fue lo esencial en la teoría que Faulkner tuvo de su novela. Cada hermano tenía un reclamo ególatra para Caddy, según sus limitaciones y obsesiones. Es por ello que cada hermano –Benjy, Quentin y Jason– nos pincela a una Caddy distinta. Es un personaje rico pero que nunca llegamos a ver directamente, acaso en ello esté el hecho de que no la sintamos como uno totalmente logrado. Con Benjy es protectora y apaciguadora, fuente de la unión familiar que aún queda. Pero luego, su actividad sexual será el medio de liberación de la represión familiar: símbolo de la desintegración social. Según Millgate, Caddy es el “meollo” de la novela. Y lo aceptamos. “Para mí era la bella –dijo Faulkner en la Universidad de Virginia–, ella era la favorita de mi corazón. Sobre eso escribí el libro y utilicé los instrumentos que me parecieron apropiados para tratar de contar, tratar de dibujar la imagen de Caddy”.

En el final, la novela nos vuelve a presentar a los dos personajes con los que arrancó: Benjy y Luster. Ahora se van. Siguen la ruta hacia el cementerio. Se han contado muchos años, mucho de la ruina de la casa Compson, pero para ambos solo ha pasado un día desde el inicio. Mientras que para algunos se han destruido –de a pocos– sus vidas, para ellos todo sigue igual. Al menos, por un tiempo, para Luster todo seguirá igual. Sin embargo, es Benjy, en el final de su días en Jackson y con toda su familia ya destruida, quien verá con sus ojos “vacíos y azules y seremos mientras una vez más suavemente de izquierda a derecho fluían cornisa y fachada, poste y árbol, ventana y puerta, y anuncio, cada uno de ellos en su correspondiente lugar”.
.
Actualización [7/10/09]:Espléndido fracaso

2008

Lima bombardeada
lodosos agujeros profundos
apiladas montañas negras
una calle
a veces desfigurada

las negras hojas verdes
retrato delineado con punzón
un asta y su bandera desolada
una construcción paralizada
otra a medio abandonar

la casa sigue cayendo
líneas de no entrar
grandes Atlas recién pintados
ranchos desasidos
una mujer dándole sopa a su niño
y del tubo de escape
emana un suspiro

la vía incompleta
el semáforo sangrante
la calle inflada
voces que no paran

martillos incansables
taladros
escavadoras
un cincel
una escoba
mermelada negra que hidrata las pistas
mantequilla gris en las veredas

no se detiene
cambia destruye
construye deshoja
salgo a la puerta de la calle
y otro Atlas me espera

adán

............................................................¿Qué sabes tú de lo que no sabes?
................................................................................................ MARTÍN ADÁN

quiero saber:
de tu paso
de tu peso
de tu tristeza
de tu zapato
de ese ángel que me parece conocido
de esa mirada profunda: inefable e innumerable
de los lentes que la acompañan: círculo infinito
del abrigo con espigas de versos: en inviernos en estíos
del alado perfume de cerveza y urea del miel
de las mejillas cayendo al paso
de la papada fugitiva a la corbata
del saco
de la camisa
de la frente estrujada
del sombrero extraño que volaba
del porte y el salud
del señoril bigote negro
de lo barroco del papel y lo desasido de la pluma
de tus travesías por infiernos siempre a ciegas
de tu rosa
de tu piedra
de lo primitivo de tu palabra
de tu casa
y de ese río
infinito

Humanga ardiente*

a Luis Hernández
.
he aquí señores
los hijos de la infamia
los alucinados soldados
que luchan
por una pared
por una mirada
por una flaca
por una huevada
hasta matarse a pedazos

he aquí señores
los hijos de los golpeadores de pecho
de las risueñas autoridades
de la pasta
del suelo
del terocal
del terror

señores
no se equivoquen
sus duras miradas
no son fortaleza
sólo
es la reacción natural
a su atómica ambrosía
.
.
*Reacción al reportaje “Ayacucho: Los nietos del terror” de Beto Ortiz.
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©Luis Torres Vásquez

Solo

Al exacto: Monterroso.
.
.
.Cuando despertó, su creación ya no estaba allí.
-
-
©Luis Torres Vásquez